El secreto de Hilda

Nunca se supo a ciencia cierta qué fue de aquella pareja de ciudadanos alemanes que vivían en el Caserón de la Colina, como le llamaban los vecinos a la única edificación de dos plantas rodeada de jardines que existía en muchas cuadras a la redonda.

Nadie recuerda tampoco cuándo y cómo llegaron al barrio, ya que la primera vez que vieron a Hilda Falkenhorst y al joven Dietrich Zimmerman, como se llamaban, salían del garaje de la vivienda en un impecable Mercedes Benz del 58, saludando con tal familiaridad, que parecía que toda la vida hubiese vivido entre ellos.

Concordia era en ese entonces, una pequeña pero pujante ciudad del Caribe cuya principal característica era la forma con la que su gente acogía a los nuevos residentes. Lo hacían con tanta familiaridad, que en poco tiempo los sentían que hacían parte de su entorno desde siempre. Pero también tenían la extraordinaria capacidad para borrarlas de su memoria, una vez dejaban de verlos.

Eso pasó con los dos ciudadanos alemanes cuando en un día, que no recuerdan, estos desaparecieron del barrio sin que nadie echara de menos su presencia.    

La única que dijo verlos por última vez, fue mi tía Rocío, quien aseguró que fue un día de un mes de agosto tan calurosos, que las plantas se desgonzaban, los perros y gatos buscaban jadeantes el rincón más fresco de la casa, mientras que las mujeres sacudían sus anchos faldones para espantar el calor de sus cuerpos y los hombres salían de las casas a buscar el fresco debajo de los robles y las acacias sembrados en el ante jardín de las residencias.

La Tía Rocío aseguró que Hilda, como hacía en las temporadas de calor tan intenso como la de ese agosto, conversaba con las plantas del amplio jardín de la casa, animándolas para que no sucumbieran al bochorno, al tiempo que las refrescaba rociándoles agua. Pero que ese día se sorprendió tanto cuando vio al joven Dietrich que corría hacía el Mercedes aparcado a la entrada de la casa, que el recipiente con que rociaba de agua a las plantas se le cayó de las manos y desesperada le exigió a gritos que se detuviera inmediatamente.

Algo grave ocurrió ese día, porque Dietrich al escuchar los gritos de Hilda, apresuró aún más el paso y no le importó que en la prisa por marcharse, se le cayeran algunas pertenencias que no se detuvo a recogerlas. – comentó la tía Rocío abriendo los ojos y alzando su brazo derecho con el índice apuntando al cielo, gesto característico suyo cuando quería remarcar algo.

Precisó además que ese día hubo dos detalles que le llamaron mucho la atención de Dietrich. El primero fue que a pesar del intenso calor que hacía, él vestía un chaquetón de invierno. Y el segundo, que era la primera vez que lo veía subirse al automóvil para conducirlo, siempre se le vio en el asiento delantero, pero de copiloto, o más bien de acompañante, por lo que todo el mundo supuso que no sabía conducir. 

Sin embargo, todos restaron credibilidad al comentario de mi tía Rocío de quien decían desvariaba por la edad, había cumplido los 80 años.

Yo le hubiese creído, porque si había alguien que se podía enterar de todo lo que ocurría en esa cuadra del barrio, esa era mi tía. Se sentaba al pie de la ventana a bordar en punto en cruz, desde que salía hasta que se ocultaba el sol, aunque nadie sabía para quien bordaba tanto, porque al terminar cada cuadro, aseguraba que no recordaba quien se lo había encargado.

Para familiares y amigos, esos olvidos eran una señal inequívoca de que a mi tía Rocío ya le fallaba la memoria, pero para mí no era más que una ingeniosa excusa para sentarse al pie de la ventana, justificando que lo hacía porque sólo allí tenía la luz que necesitaba para bordar sin que se le cansara la vista, acallando con esa excusa la recriminación constante que le hacían por estar todo el santo día al pie de la ventana.

Yo, que me pasaba en su casa las vacaciones de mitad de año para compartirlas con mis primos, los hijos de la Tía Clari, como le llamábamos en familia, sabía que no era más que un pretexto que utilizaba la Tía Rocío, para confirmar la extraordinaria rutina con la que los vecinos de la cuadra discurrían el diario vivir de sus vidas.

Y no lo hacía por cotilleo o por el deseo de contar después de lo que se enteraba durante su periodo frente a la ventana porque no hablaba de ello. No, lo hacía como una especie de ejercicio de observación y percepción para mantener activa su mente todo lo contrario a lo que se pensaba de ella.

Lo confirmé durante mis últimas vacaciones que pasé en su casa. Todas las mañanas antes de que nos sirvieran el desayuno, me sentaba con ella al pie de la ventana, porque me divertía la forma tan exacta en que me narraba como transcurriría la rutina de la cuadra en esa mañana que observábamos.

Sabía cuántos vestidos tenían las mujeres y cuántas camisas y pantalones los hombres. Es más, sabía qué se pondrían cada uno de ellos según el día de la semana e incluso que piezas repetían.

Conocía además todos los detalles del transcurrir diario en las viviendas, de tal forma que conocía con asombrosa precisión, la hora en que se marchaban y llegaban a casa, quien barría el frente, cuándo podaban el jardín, cuándo limpiaban las ventanas, quien soltaba al perro para que se cagara en el jardín del vecino y quien no había dormido la noche anterior en casa.

Es fácil saber todo eso si te pasas todo el día mirando hacia la calle, – le dije con tono de crítica, haciendo eco del malestar que había en casa.

Mirando no, observando. – Precisó alzando su brazo derecho, con el índice hacia arriba, y continuó con tono explicativo. – Cuando solo miras, no te percatas de los detalles y al cabo de un tiempo lo ves todo igual, como cuando te paras frente al espejo solo para peinarte y comprobar que te ha quedado bien el peinado, y no te percatas cuanto ha cambiado tu rostro con los años. O cuando te acostumbras a ver ese adorno específico en la sala de tu casa y un día te   sorprendes porque no está, pero resulta que hace meses alguien ya lo había quitado de allí. O cuando te acostumbras a compartir con una persona y no percibes que su cuerpo está allí pero su esencia se ha marchado. – Hizo una pausa, miró hacía el Caserón de la Colina, que quedaba justo al frente de nuestra casa, y señalándolo con un gesto con la cabeza continuó. – Es lo que pasó con los alemanes y su casa. Los vecinos se acostumbraron a verla toda su vida allí, que no se percatan que nada cambia en ella. Su pintura no se decolora a pesar de que no la retocan desde el día que la construyeron. Sus plantas no se marchitan a pesar de la canícula. Que Hilda no tuvo ningún percance de salud y su físico se mantuvo exactamente igual que cuando llegó al barrio. Es como si el tiempo no hubiese pasado nunca en ese predio.

Cuando escuché la respuesta me avergoncé de mi actitud y me convencí de cuán errado estaban los que se empeñaban en decir que mi tía Rocío desvariaba, porque su análisis se basaba en un razonamiento totalmente valido.

Quise decirle algo para excusarme, pero ella al percatarse de mi vergüenza, no dejó que lo hiciera y cambiando el tono de la conversación me preguntó.

– ¿Qué hora es?

Las 7:30, – le contesté. –

Repitió su señal con la mirada, pero esta vez dirigiéndola hacia la vivienda de al lado de la nuestra y dijo.

En un minuto saldrá la negra Lucy con su blusa de flores y su pantalón blanco de dril apretado, que le hacen ver las tetas como una repisa y el culo como un motor de camión. Segundos después, de la casa siguiente aparecerá Antonio con una escoba, la saludará y fingirá barrer mientras le mira el trasero a la negra.

Miré el reloj y justo cuando marcó las 7:31, ocurrió todo como mi tía Rocío dijo que ocurriría. Salió la negra con la vestimenta descrita y el vecino deleitando la mirada con los atributos de Lucy, que fue lo único en lo que no acertó mi tía, ya que, para mi gusto, tanto las tetas como el culo de la referida, estaban voluptuosamente encantadores.

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